lunes, 12 de abril de 2010

Philip Roth: el conjurado contra América












“La audacia debe tener un objetivo, pues de lo contrario es de pacotilla, superficial y vulgar”


P. Roth, Me casé con un comunista



Philip Roth (Newark, 1933) debe ser el escritor norteamericano de ascendencia judía vivo más importante de los últimos veinticinco o treinta años. En un comienzo profesor universitario de escritura creativa y literatura comparada, actividades que conjugó luego con la de editor y ensayista, Roth deja la enseñanza definitivamente para asumir la voz de un maldito e insurrecto que habla precisamente de los judíos y toca cada uno de los puntos a los que son tan sensibles y afectos, y, por supuesto, no los deja bien parados. Ahí aparece la sexualidad, pero vista desde el deseo y la obsesión enfermiza; la política, claro, e inmediatamente aflora la descarnada crítica al sistema que ellos mismos han dado forma; la problemática de la identidad y de la conciencia en tierras extranjeras, ni dudarlo; en el fondo, Roth siempre está jugando con la deliciosa y anecdótica miseria humana y los absurdos de la vida, y es Nathan Zuckerman, el más delineado alter ego del escritor, quién con un fino sarcasmo y elegante humor jode cada tanto a esta poderosa comunidad y desgrana en detalle cada una de sus fantasías, triunfos y derrotas.






Premiado hasta el cansancio, Philip Roth lo ha ganado todo: el National Book Award, el National Book Critics Circle Award y el Pen/Faulkner, todos en dos oportunidades; el Ambassador Book Award, el Pen/Nabokov, el Pulitzer, la Medalla Nacional de las Artes, la Medalla de Oro de Narrativa, etc…, todo, todo menos el Nobel, premio que obviamente nunca le otorgarán por más que lo postulen una y otra vez, porque sencillamente y como todo gran escritor, Roth es políticamente incorrecto, no se anda con cuentos y saca ronchas mientras escribe sin parar. Publica y publica novelas nuevas cada, más o menos, 18 meses, y si bien las últimas son meros retoques de ideas mucho antes y mejor expuestas, operación que huele más a compromiso contractual que a necesidad literaria, Roth no tiene nada que demostrarle a nadie y menos a estas alturas de su vida. El maestro es inagotable y trabaja fuerte, día a día, casi sin pausas, contra el tiempo, seducido por el tema de la muerte.

Háganse un favor y lean su “trilogía americana”, que finaliza de manera espléndida con esa gran novela llamada “La mancha humana” (2000). Devórense “El Teatro de Sabbath” (1995) y den rienda suelta a sus más bajos instintos; vamos, “El mal de Portnoy” (1969) está reeditado a precio módico y seguro disfrutarán con los monólogos su protagonista; “Elegía” (2006) no está nada mal y “Patrimonio” (1991) llega a ser enternecedora. Cualquier libro que escojas te dejará la misma sensación: Philip Roth es un profesional, seco, riguroso. No se sienta frente a su escritorio a tratar de modelar frases bonitas, a esperar la inspiración divina. El viejo boxea con la literatura y con la vida como si nada; lleva años haciéndolo y con la muerte rondándole muy, muy de cerca. Es el cáncer que no lo deja tranquilo; y como es un hueso duro de roer, no te lo hace fácil y no es ni por si acaso amable con su prosa, porque sabe lo que dice y el efecto que eso causa en sus lectores, seguidores y detractores; es peligrosamente autobiográfico, irreverente y provocador; te muele a frases esplendidas y te grita a la cara lo iluso que puedes llegar a convertirte mientras, ahí sentado, esperas la oportunidad de tu vida; te hace añicos el sueño americano y te lo convierte en una pesadilla diaria. Philip Roth es un maldito.


Publicado también en Surruido


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